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CUALQUIER PARECIDO... ES PURA COINCIDENCIA

En el comienzo de "Mientras ella sea clara" se inserta la clásica nota de descargo. Algunos lectores me han preguntado por qué. La respuesta se halla en el siguiente texto, que he usado como editorial del número 31 de la revista Fábula, de inminente aparición.


ELOGIO DEL ANONIMATO

Hasta hace un tiempo, cuando conocía un nuevo caso de joven escritor de provincias que abandonaba el terruño para buscar fortuna en las grandes capitales, pensaba que su objetivo fundamental giraba en torno a entablar contactos, frecuentar saraos, trabajarse in situ al gremio editorial, a los medios nacionales…, en definitiva, dejarse ver. Pero ahora me planteo si una de las principales ventajas de semejante cambio de escenario vital, tan frecuente en biografías pasadas y presentes, no será, paradójicamente, la contraria: la búsqueda de un cierto ocultamiento y del anonimato que solo la gran urbe proporciona.
            De vez en cuando se oyen casos como el de cierto escritor de proyección nacional pero residente en una pequeña localidad, que fue objeto de amenazas e incluso agresiones por parte de personas agraviadas por su presunta aparición como personajes en la obra del suso(no)dicho. Desde mi modesta experiencia, he comprobado que, en el entorno social-vecinal de un novelista de ciudad pequeña, pronto surgen candidatos a fuente de inspiración caracterológica, dispuestos a auto-atribuirse semejanzas con tus personajes y –en caso de que estos no sean intachables, beatíficos, virtuosos o, al menos, guapos– a resentirse en mayor o menor grado por el presunto agravio que les has infligido. En mi caso, gracias a Dios, la cosa no ha llegado a las manos, pero sí puedo mencionar algún saludo que se me ha retirado, acaso para siempre.
            Sin embargo, parte de la magia de la comunicación literaria consiste en que un lector, a partir de meros signos textuales, reconstruye un mundo poblado por seres y objetos que también aquel ha contribuido a crear, aportando con su imaginación, memoria, recuerdos, etc. lo mucho que falta a la narración. El receptor decodifica el texto conforme a sus propias experiencias y conocimientos, y esto es lo que permite que, a partir de unas mismas palabras, diversos lectores conciban el mismo personaje de modos incluso contradictorios. Y dentro de tales experiencias se incluyen las personas que cada uno haya conocido, y que, obviamente, no coinciden con las que se han cruzado por la vida del escritor.
Estas se ubican, desde el punto de vista de la génesis, al otro extremo de la cadena comunicativa; pero, salvo casos de roman à clef o de caricaturas explícitas, me atrevo a suponer que ni siquiera el autor sabe con certeza de dónde ha sacado su material. De igual modo que, en su arte literario, recurre instintivamente al bagaje informe proporcionado por sus lecturas, digeridas y asimiladas a lo largo de años, cuando se trata de crear personajes, lo normal es que en cada uno confluyan rasgos, anécdotas, tipos, dejes, acentos, etc. observados en multiplicidad de fuentes, reales o ficticias, históricas, periodísticas o literarias, sin desdeñar la propia interioridad del creador (el célebre ‘Madame Bovary, c’est moi’).
            Para dar sus mejores frutos artísticos, el autor debería gozar de esa plena libertad creativa, debería partir de que no tiene que complacer a nadie ni justificar sus opciones ni decisiones. Según esto, la situación ideal sería el anonimato. No me refiero, por supuesto, al anonimato mezquino en el que se amparan los millones de mediocres que se dedican a flagelar al prójimo desde foros de internet; me refiero a lo que el “no ser conocido”, ni pretender serlo, aporta de independencia al acto creador.
            De todos modos, esta situación es bastante utópica: el autor, sea aclamado o desconocido, no puede evitar sentirse afectado de alguna forma por las reacciones –supuestas o reales– de sus potenciales lectores (el llamado “lector implícito” de Chatman). Así, cuando se sienta ante el folio en blanco, el best seller piensa en sus millones de lectores, en cómo dar con las claves que le permitan no solo no perderlos, sino incrementarlos; y el autor local, por su parte, acaso piense en lo que le comentarán sus conocidos (los pocos que leen sus novelas) cuando se cruce con ellos por la acera.
            Cada autor deberá resolver estas paradojas de la creación literaria como mejor sepa. Por mi parte (si me acaban de disculpar la nueva auto-referencia), en mi última novela me he curado en salud y he optado por incluir el clásico descargo inicial: “Todos los personajes y situaciones que se narran en esta novela son ficticios y pertenecen al territorio de la imaginación. Cualquier parecido con personas o situaciones reales es pura coincidencia.” Con todo, no he podido resistirme a añadir un díscolo colofón: “También se advierte de que ningún animal ha sufrido daños durante la composición de esta novela”. 

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