Este jueves 10 de enero nos visita Miguel Ibáñez, poeta cántabro, en el Ateneo Riojano, a las 20.00. Hablará de su último libro, "Fábulas y parábolas". Adjunto un extracto de mi reseña de este libro en "Fábula 33" (valga la redundancia).
Fábulas y parábolas
Autor: Miguel Ibáñez Editorial: La grúa de piedra Lugar y año:
Santander, 2012 Páginas: 64
EL MILAGRO ES FRÁGIL
La de Miguel Ibáñez es una poesía de las cosas pequeñas,
corrientes; ha aprendido a agudizar la vista y a ejercitar la capacidad de
encontrar el lado poético de lo cotidiano: un pájaro, una nube, un árbol, un
andurrial, un viaje, incluso una telaraña o los distintos tipos de luz. Pero no
es la suya una poesía de la experiencia inane; Ibáñez tira del hilillo de la
anécdota para formar todo un ovillo con implicaciones metafísicas. Tómese, por
ejemplo, el poema “Dos mujeres que ríen”. Empieza con la fugaz escena captada
por el espectador que pasa, cualquiera de nosotros ––“Parecen madre e hija. Van
por la carretera/ cogidas de la mano, sorteando los charcos,/ y se ríen con
risa descuidada y feliz”––; pero en la cotidiana estampa “hay algo que insiste
en pervivir, y llama,/ y se parece al eco de la felicidad (...) Y pienso que he
tenido la dicha de asistir/ a una revelación, uno de esos momentos/ en que el
cielo se digna revelar a la tierra/ la música de fuego, el resplandor del ser,/
que no reside sólo en las alturas místicas/ de la contemplación, sino en la
mano cálida,/ en el amor que ríe del mundo y de los charcos”.
Amor, risa, serenidad, esperanza, son, en efecto, algunas de las
claves de este poemario, estructurado en forma cíclica en torno a un año
completo, que empieza a principios de septiembre y termina, no por casualidad,
el 15 de agosto, fiesta de la Asunción. Pero de las cuatro estaciones acaso la
que predomina es el otoño, con su nostalgia serena, con su conciencia de que el
año declina, prefiguración de la muerte (“presentimos el sueño de la rosa/ y un
silencio vacío de cigarras”). Esta no se contempla, sin embargo, como tragedia,
sino como “una vuelta a casa, un desandar”. Cuando llegue el momento, “el
tiempo caerá de nuestras manos/ como un libro leído y releído/ que ya no tiene
nada que decirnos”. Y, para acometer esta etapa, el narrador de Ibáñez, cual su
probable modelo machadiano, quiere viajar ligero de equipaje (“nada quiero/que
pese demasiado”), lo que implica no anhelar la posesión, ni siquiera de lo
bello, “pues el milagro es frágil y se pierde/ cuando quiero ser dueño de la
rosa”.
Son particularmente conmovedores los poemas dedicados a los
antepasados, los que nos han legado lo que somos (“pues uno empieza a ser
cuando los que antes fueron/ le transmiten la llama del recuerdo”) y nos
preceden en el destino eterno (“que los vivos recojan lo que siembren”). Se
sugiere así un nuevo ciclo, además del anual, que empieza por lo tangible, lo
observable, lo que entra por los sentidos, pero luego se eleva hacia ese futuro
que nos espera más allá, que para el poeta tiene que ser una “asunción”
resucitada de lo que aquí nos hace felices, no una negación. “El mundo existe/
y existe el cuerpo tanto como el alma”. Espéranos, tierra, viene a decir
Ibáñez, pero no tan solo como polvo. “Pienso en la muerte/ y la resurrección”,
concluye.
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