(Escrito hace dos días, pero he estado incomunicado hasta ahora)
EN EL OJO DEL HURACÁN
No me refiero a otro caso de
persecución ideológica, como la semana pasada, sino, literalmente, al Huracán
Irma, considerado el más peligroso que ha asolado Norteamérica en las últimas
décadas. Por azares del destino me encuentro, mientras escribo estas líneas, en
medio de la rugiente “hermana”, y quisiera compartir mi conciencia de
vulnerabilidad con el puñado de lectores y voyeurs que me sigue.
Llegué a Miami el 1 de septiembre a ultimar el libro que
tengo entre manos, y el lunes 4 empecé a oír hablar de la amenaza. Al principio
me lo tomé a la ligera (ah, estos norteamericanos, tan tremendistas), pero el
martes ya me quedó claro que no era moco de pavo. En estos días previos todos
los telediarios se centraron en el inexorable avance del huracán caribeño más
devastador que se recuerda, que llegaría a Florida el fin de semana. Una cadena
se dedicó exclusivamente a seguir su evolución minuto a minuto. El consejo
generalizado, en ocasiones mandato, de las autoridades ha sido la evacuación,
lo que ha provocado un éxodo masivo de millones de floridianos que han optado
por quitarse de en medio. A los que nos hemos quedado nos han urgido a tomar
medidas extremas de precaución y almacenamiento de agua y víveres.
Por deformación cinematográfica, la imaginación convoca
escenas de películas del género catastrófico, en las que tanto los que se
quedan como los que huyen acaban pereciendo frente el avance devastador de la
amenaza (salvo que seas el prota, o incluso ni siquiera). A veces el miedo te
hace ver más de lo que hay, pero tampoco conoces el alcance real del peligro,
por lo que no sabes si la aprensión es sabia o exagerada. Este ambiguo
consejero, el miedo, señala la existencia de peligro, pero no puedes dejarte
dominar por él o te paralizará.
La sensación producida por la tensa espera resulta bastante
inédita. Lo más parecido entre mis recuerdos es la antesala de una operación
hospitalaria, pero la semejanza es muy incompleta. Supongo que también se
acerca, a pequeña escala, a la resignación del soldado que es transportado al
frente y sabe que no volverán todos los que salen con él. Afortunadamente para
mí, este símil es meramente especulativo.
En fin, Irma ya está aquí y tras la ventana veo palmeras
azotadas, árboles caídos y mucha, muchísima agua. Los telediarios, cuando no se
pierde la señal, muestran reporteros empapados arriesgando el pellejo por su
empleo, o por una imagen para la posteridad.
En las últimas horas las estimaciones del avance del huracán calculan
que su centro se ha desviado hacia el oeste de Florida. En lo que a mi
respecta, esto significa menos devastación en la zona donde me resguardo, y un
poco más de alivio, pero también es un sentimiento ambiguo. Me acuerdo de una
escena de mi infancia, en el Conservatorio de Música de Santander. El profesor
de Coral, el Sr. Tavera --quien no consiguió enseñarme casi nada—ha echado
una bronca destemplada a uno de clase, no recuerdo quién ni por qué. A la
salida, los del grupito de amigos de diez u once años comentamos la jugada. Yo
salía algo consternado por el desagradable episodio, pero “Chino” sonreía
despreocupado. Cuando le hice notar el contraste, Chino contestó: “Mejor una
bronca a otro que a mí”. Tal comentario entonces me pareció muy insolidario,
pero hoy, al oír que el ojo de Irma atosiga un poco menos, pienso que todos
podemos caer en la misma tentación.
Y en fin, ya que he acabado parafraseando palabras de lo que
para Charles Ryder sería una “fórmula antigua, recién aprendida”, concluiré con
otras de la misma fuente, y que quisiera se extendieran a todas la víctimas de cualquier
catástrofe: “líbranos del mal”.
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