Cada vez me cuesta más recomendar libros. Y también poetas. Pero este libro y este poeta son sin duda recomendables.
Manzanas robadas, de Miguel d'Ors
Renacimiento: 2017.
BUSCANDO UN SABOR INTENSO
Si no fuera porque Miguel d’Ors no
se merece el tópico, empezaría este comentario diciendo que no necesita
presentación. Que hay pocas voces poéticas en nuestro panorama contemporáneo en
lengua española que puedan acreditar una trayectoria tan consolidada. Así que
no lo haré (más).
Empezaré
por el final. En el colofón (literal) del libro, d’Ors se sitúa frente al
lector y le dice que “para/ que tú contemples tu cara/ te ofrezco un
autorretrato”. En efecto, esta poesía aparenta un perfil alto que invita a
reconstruir una semblanza del autor: amante del campo y la naturaleza,
montañero empedernido, y capaz de elevarse desde “las flores amarillas de las
xestas”, “el pajarerío que vivifica el monte” o el “azul frayangélico de esta
mañana” hacia el sentir de la presencia de un “Amor injustificable”. También le
podemos atribuir cierta querencia por los rincones solitarios, por una especie
de autoexilio, acaso solo aliviado por su reciente compañera de paseos, “Orly”
(que, por supuesto, no se queda sin poema).
Como
ya conocen los fieles lectores de d’Ors, regresa con frecuencia a los eternos
veranos de su infancia y juventud en la aldea gallega de Paraños, su particular
paraíso perdido. Este motivo le inspira diversas evocaciones poliédricas, Así,
aunque aconseja no regresar al sitio donde “alguna vez […] fuiste feliz” pues
“la casa de la infancia se habrá vuelto/ más pequeña […]/ y en vano buscarás
los pájaros de antaño”, sin embargo también se ve capaz de conjurar los
benditos espectros de los lugareños en un poema (“Pero algo hay”), o de
regresar a la feria de Cuspedriños llevándose a casa tantísimos recuerdos para
recrear poéticamente.
El
“miguel d’ors” que aquí se autorretrata también se antoja otoñal, incluso
invernal (“quien sabe si entonces yo estaré aquí para gustarlo/ y hacer que
estas de hoy no hayan sido las últimas [moras]/ de mi vida”), pero también se
muestra inusitadamente satisfecho con lo que ha sido o ha dejado de ser su
vida, y en especial su vocación de poeta. Así, aunque al echar la vista atrás
cataloga su “biografía como de triángulo escaleno”, no deja de percibir un
destello de reconocimiento que le confirma que “merece la pena ser poeta”.
Lejos de caer en el pesimismo existencial y la desesperanza, concibe la
presente como una “vida maravillosa que tanto nos halaga”, y que permite
“atisbar/ detrás de todo lo que nos conmueve/ esas Manos que impulsan y
sostienen […]/ cada instante del mundo”.
Hay,
pues, un sentido de maduración en el autorretrato que se dibuja, de que la edad
puede hacernos más sabios para captar los variados mensajes que se ocultan en
la realidad exterior, y también acaso más humildes. En este sentido, destacan
los versos en los que el poeta contempla la nevada nocturna que recubre de
blancura y silencio el paisaje matutino:
lo que me conmovió por más adentro fueron
–quizá porque de un modo misterioso
me hablaban de mí mismo,
de mis versos, no sé, de mi presencia
en el tiempo–
las
leves
huellas de los gorriones en la acera.
Dicho lo anterior, sería un error hacer estricta biografía a partir de
la información aportada en el poemario. La poesía de d’Ors, a pesar de sus
muchos elementos vivenciales, sigue siendo en gran parte invención, y creo que
es procedente relativizar el grado de exactitud de la anécdota. Y aunque el
tono predominante muestra la madurez del filósofo wordsworthiano que aprende
del tiempo y la naturaleza, en alguna ocasión revierte al humor (moderadamente)
“canallesco” de un d’Ors más joven y guasón, como es el caso de los “Materiales
de construcción” o la referencia a los “farmacéuticos y fiscales con sus
gorditas”.
Una última nota sobre el título del libro, que se aclara al leer el
final del poema “Aquel sabor”: “quizá escribir versos solo sea/ otra manera de
robar manzanas”. En efecto, el “miguel d’ors” infantil de este poema buscaba,
al incurrir en una minúscula fechoría, un sabor irrepetible. Acaso también los
ecos remitan a otro insigne robador de fruta natural de Tagaste, que igualmente
buscaba un sabor irrepetible y también se esforzó –superada la fase cleptómana–
por “sentir que tantas cosas/ entre las que transcurren las vidas de los
hombres/ son respuestas que llegan/ desde el ardiente reino del Misterio”.
Aunque la analogía es lícita, estos versos no son del tagastino; como todos los
entrecomillados en esta reseña, son palabra de d’Ors.
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