Todavía nos dura la resaca de las
movilizaciones feministas del 8 de marzo, un “día histórico”, un “antes y un
después”, como proclaman sus heraldos por doquier. Ciertamente hay que
felicitar a quien haya estado detrás de esta iniciativa, a la eminencia gris
(imagino que un ente más influyente que el movimiento “#Me Too”) por haber
conseguido esta participación masiva. Y aunque ha sido una convocatoria internacional, hay que felicitar especialmente a las/los activistas
españolas/es por el elevado índice de seguimiento, sin que lo empañe la
consideración de que en España no nos cuesta tanto salir a la calle.
Pero a veces me da por sospechar que no todo es tan transparente o solidario en
este asunto, y me entran miedos de que nos estén dando gato por liebre. Por
ejemplo, desconfío de la letra pequeña que se incluye en las reinvindicaciones
de algunas entidades organizadoras. Luchar por la igualdad de la mujer no va
necesariamente en el mismo pack que
proclamar el aborto como derecho universal, o manifestar reprobación pública a la Iglesia Católica.
El feminismo es una ideología, no un dogma universal, y como tal tiene muchos
puntos debatibles, y, lo que es más importante, tiene muchas derivaciones
doctrinales que hacen que no exista un solo feminismo, sino muchos. Y algunas
de sus variantes más radicales promulgan un credo de odio que, si acaba
imponiéndose, perjudicará gravemente sobre todo a las mujeres.
Tampoco me suele agradar que los creadores de opinión pública me
impongan cuáles son los problemas que me tienen que preocupar en cada momento,
al tiempo que nadie habla de cuestiones que de verdad son alarmantes. Ahora, de
súbito, la brecha salarial ha irrumpido en la primera línea de nuestros
quebraderos de cabeza nacionales. Y, como amenaza en ciernes, se empieza a
popularizar un discurso que, más allá de proponer la necesaria concienciación
ciudadana, justifica las multas y sanciones a las empresas que no acaten la
paridad.
Relacionado con esto, sigo pensando que forzar la paridad mediante
medidas coercitivas, además de otras problematicas, supone un grado máximo de
condescendencia con las mujeres, en el fondo muy contradictorio con el fin
perseguido. Si en igualdad de condiciones, o incluso en inferioridad, se
contrata a una mujer por el hecho de serlo, se está cayendo en un acto de
paternalismo bastante machista, aunque se disfrace de feminismo. Cuánto mejor
para la autoestima de una mujer es que conquiste su puesto de responsabilidad a
base de formación, mérito y trabajo. Así siempre sabrá que lo ha ganado por sí
misma.
Entiendo que la raíz de la brecha salarial es que las mujeres ocupan
menos puestos de responsabilidad a día de hoy, y por tanto están peor
remuneradas. Pero el proceso de superar esto ya está en marcha y es imparable.
El futuro es de las mujeres sin necesidad de que se les hagan hoy concesiones
paternalistas. Propongo un símil de deporte escolar, imperfecto como todos los
símiles. Si juega al baloncesto un equipo de jugadores de doce años contra otro
de quince, sabemos quién va a ganar hoy. Pero dentro de tres años los primeros
habrán crecido tanto o más que los segundos, y ya podrán enfrentarse en
igualdad. ¿Hay que cambiar las reglas para que ganen hoy los de doce, o esperar
a que sepan ganar por sí mismos?
Comentarios
Publicar un comentario